martes, 24 de junio de 2014

Todas son malas hasta que demuestren lo contrario


puta. (De or. inc.).

1.       f. prostituta.

prostituto, ta. (Del lat. prostitūtus).

1.       m. y f. Persona que mantiene relaciones sexuales a cambio de dinero.

                                               Real Academia Española

 

Mientras en todos los medios de comunicación se multiplican los artículos y textos sobre el uso de la palabra “puto”, algunos medios locales circularon una nota[1]  sobre la violación que sufrió una mujer de 18 años. Según los medios, el contexto del asalto sexual fue así: una joven tenía relaciones sexuales en un auto con dos hombres, cuando dos policías municipales se acercaron y, después de amedrentarlos,  permitieron a los dos hombres irse a cambio de que ellos llevarían a la chica a su casa. Los hombres que la acompañaban, sin empacho alguno, la dejaron con los policías y en el camino éstos la agredieron sexualmente.

En el 2011, la artista y activista Minerva Valenzuela hizo un llamado para que en Latinoamérica, y sobre todo en las ciudades de México, nos sumáramos a la “Marcha de las putas”, marcha que se organizó después de que en Canadá el jefe de la policía afirmara que las mujeres que habían vivido abusos sexuales eran responsables o culpables de su situación, por haber estado ebrias o por vestirse de forma provocativa. En sí, afirmó que ellas se habían buscado la violencia a la que habían sido sometidas, dejando  entender que de ninguna forma los hombres son responsables de sus actos.

Cuando en Chihuahua nos sumamos a la convocatoria,  en las redes sociales había comentarios que decían cosas como “ustedes no se respetan, usan la palabra puta, ¿así cómo esperan que las consideren?…”

Si algo me quedaba claro de la marcha era la forma en la que se había resignificado el término; una palabra que históricamente se utilizaba para devaluar y denostar a las mujeres,  bajo la consigna de que nada justifica el abuso sexual, era reapropiada por las mujeres que salían a la calle bajo un posicionamiento [2] claro: “Aunque use medias de red y tacones de aguja: si digo no, significa no”, “Aunque  la apertura de mi falda suba hasta mi muslo: si digo no, significa no”, “Aunque en cualquier momento decida no consumar el acto sexual: si digo no, significa no”, “Aunque me ponga una borrachera marca diablo: si digo no, significa no”, “Aunque baile de forma sensual: si digo no, significa no”, “Aunque el escote de mi vestido sea tentador: si digo no, significa no”.

Tiempo después de la marcha supe de un caso de sexting en Chihuahua. En ese momento me pareció algo no común que se circularan imágenes y video de una mujer desnuda en la intimidad para denostarla; sin embargo, al final de la administración de Felipe Calderón, cuando la violencia en sus múltiples formas se había reproducido,  hubo múltiples casos de sexting por todo el país. Las afectadas fueron mujeres de diferentes edades y pertenecientes a todas las clases sociales. Entonces entendí otras cosas que explícitamente no decían las mujeres que convocaron a la marcha de las putas, y que nunca nadie me había explicado en su relación con el tejido social dañado en México.

Cuando leo los casos que documento, o cuando recojo las historias de vida de las sobrevivientes de abusos sexuales, tomo por hilo conductor la división cultural entre las “buenas” y las “malas” mujeres para comprender el contexto. Ese mismo hilo me ha permitido entender por qué algunas sobrevivientes de trata no regresan a sus casas, o por qué una constante en los relatos de las víctimas es su sentimiento de culpa. Tengo claro que es resultado del aprendizaje cultural, y que culturalmente México sigue siendo un país de y para machos. Aunque una ex feminista como Marta Lamas diga que “los machos son muy tiernos… Pues son galantes y se emocionan y se emborrachan y hacen serenatas. El machismo tiene su parte fea, impositiva, autoritaria, incluso violenta, pero tiene su parte galante”,[3] quien legisla para mejorar las condiciones de vida de las mujeres sigue esgrimiendo posturas de machos -y machas. Les importa más lo que deciden las mujeres sobre sus cuerpos –parir o no parir-, en lugar de interesarse en que el cuerpo de las mujeres no sea violentado simbólicamente (causándole trastornos como anorexia, bulimia, o no haciendo nada para frenar el sexting, y el bullying), y físicamente (ayudando a erradicar agresiones sexuales y feminicidios).

En Chihuahua pienso en la diputada Maru Campos y en otro personaje panista que deambula en una comisión de derechos humanos del país. La diputada panista, en lugar de hacer propuestas que realmente nos beneficien a la comunidad, quita el grado de familia a quienes no sean heterosexuales o no tengan hijos en una familia nuclear.  Tengo claro que desconoce los tipos de familia que existen desde una visión antropológica y de derechos humanos, pero en sus declaraciones borra a las madres solas y sus hijos. Todo lo argumenta arremetiendo contra el matrimonio igualitario, pero para quienes hacemos análisis de los discursos, su postura moralina y poco teórica plantea que  las mujeres con hijos y sin marido entran en la categoría de malas, por ello no tienen derecho a que el núcleo de convivencia que conforman con sus hijos sea considerado una familia. El otro personaje, una persona en una comisión de derechos humanos,  afirmó al hablar de una mujer presa que fue a visitarla de mal humor porque estaba acusada de traficar droga, pero que cuando la vio supo que era inocente porque no tenía tatuajes, “era una chava de familia”. Los parámetros  morales de quien está en un organismo oficial para defender los derechos humanos son alarmantes; en este caso, se terminan cuando alguien tiene tatuajes o no entra en sus criterios de persona “de familia.”

Pareciera que ni los policías que violaron a la joven, ni la diputada, ni la defensora oficial de derechos humanos que mide la inocencia de las personas por la cantidad de tatuajes que tienen, conocen los apartados de la Sentencia que dictó la Corte Interamericana de Derechos Humanos al Estado Mexicano donde "...la creación y uso de estereotipos se convierte en una de las causas y consecuencias de la violencia de género contra la mujer.[4]"  Y menos comprenden que cuando la vida privada de las mujeres es violentada, y cuando son violentadas en el contexto público, hay también un daño al colectivo. El mensaje de la impunidad es claro: la violencia contra la mujer está permitida,  no es sancionable, y cuando se llega a castigar se hace desde una visión de Estado paternalista que no se ocupa de educar y cambiar mentalidades.

Por ello, no es suficiente  que los policías que agredieron a la joven sean detenidos y sancionados, puesto que sus actos son reflejo de una sociedad acostumbrada a discriminar y violentar esgrimiendo una “moral”  violenta.  La reproducción ad infinitum de estereotipos y conductas que dicen que las mujeres, las malas, no valen nada y merecen que se haga con ellas lo que sus agresores y el colectivo decidan sobre ellas, debe frenarse. Es hora que quienes legislan dejen de ocuparse en impedir la maternidad voluntaria y trabajen para que nadie crea que puede golpear, violar o asesinar a una mujer, una niña o un niño.

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